sábado, 30 de junio de 2007

POLÍTICAS CULTURALES: de la discusión vacía al debate necesario


Por Cyntia Maciel Canales

I

El mundo de las “Artes y Letras” se ha visto remecido por un sismo grado 10 en la escala FONDART. Y es que desde el discurso presidencial del 21 de Mayo a la fecha, las páginas editoriales del Diario El Mercurio, junto con sus blogs asociados (entre otros), han comenzado una candente discusión, cuyo clímax se produjo con la entrevista dada por la Presidenta del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes[i] (a quien solemos llamar ministra) a la periodista Raquel Correa, y que culminó con el siguiente titular: “Paulina Urrutia: ‘Yo soy las persona que más sabe de política cultural en este país’ ”[ii].

El debate posterior a estos dichos tiene características bien especiales. Quise pensar que esta sería la génesis de un replanteamiento en el modo de entender las políticas culturales, su diseño, la metodología de implementación, la forma en que son evaluadas, el impacto que debemos asignarles, en fin…Qué mejor oportunidad para construir una crítica inteligente e informada que fuera capaz de develar las condiciones, o bien las carencias del estado actual de la cultura en nuestro país. Sin embargo, eso no fue así. El fabuloso debate que pudo haberse generado ha quedado reducido a las quejas de los perjudicados por fondos no asignados, a la insatisfacción de algunos por la política de circo- como llaman a la actual política cultural que desarrolla el CNCA- y a una supuesta soberbia por parte la ministra al señalar que ella posee un dominio acabado sobre políticas culturales. En este punto llama la atención que aún nadie se ha molestado en señalar cuáles serían las cualidades que un “especialista en políticas culturales” debiera tener, muy por el contrario se ha preferido juzgar que la ministra no sabe tanto como dice, que tampoco es buena actriz, y que su aporte a la creación del CNCA, junto con su trabajo en el sindicato de actores, no constituyen antecedentes demasiado relevantes para arrogarse semejantes características.

En este contexto es bastante difícil avanzar en políticas públicas culturales. Esta columna se intentará diagnosticar algunos de los principales déficit del análisis político sobre el tema, y ofrecer algunos lineamientos para contribuir al mejoramiento del tratamiento institucional que recibe la cultura en nuestro país –y de paso, evitar en algo las superficiales discusiones que atiborran por estos días los blogs ya mencionados.

II

Qué debemos entender entonces por “política cultural”. En esta medida y de acuerdo a la UNESCO, la política cultural debe definirse como “el conjunto de principios, prácticas y presupuestos que sirven de base para la intervención de los poderes públicos en la actividad cultural radicada en su jurisdicción territorial con el objeto de satisfacer las necesidades sociales de la población en cualquiera de los sectores culturales”[iii]. De esta definición podemos extraer algunas conclusiones para el ulterior análisis de la contingencia específica que nos ocupa.

La primera dice relación con el rol del Estado en la promoción de la cultura. Nadie duda a estas alturas que el Estado no puede permanecer impasible ante las expresiones e inquietudes culturales que se manifiestan en el seno social –de manera que tal y como lo expresa la definición, aquél debe intervenir el medio cultural en beneficio del mismo. Sin embargo existen maneras radicalmente diferentes de entender la naturaleza de esta forma de intervención estatal. Una postura consiste en entender a la cultura como una condición del bienestar social que debe ser provista por el Estado –un bien público- en caso que las iniciativas privadas o simplemente espontáneas (socialmente hablando) sean ineficientes en la producción y difusión de bienes culturales, de suerte que a aquél le correspondería ofertar cultura hasta alcanzar un óptimo de bienestar social en relación a la demanda cultural. De este análisis surge el modelo asistencialista o del mecenazgo de las políticas culturales. Otra forma de mirar la intervención estatal, sin embargo, consiste en considerar la cultura –en sus más diversas expresiones- o bien su acceso a ella, como un derecho fundamental del individuo, donde la experiencia cultural se mira ya no como una demanda social a ser satisfecha sino como una condicionante del desarrollo económico y social. De manera que al Estado le corresponde no solo “proveer” de bienes culturales a la población, sino que además tiene la obligación de garantizar al ciudadano una interacción participativa permanente con su medio, de la mano de un aprendizaje continuo, que sirva de base a la configuración misma de la identidad del individuo en relación con la sociedad a la cual pertenece. En palabras del connotado profesor de antropología de la Universidad de Chicago, Marshall Shalins, “el ser humano no puede tener necesidades, ni comprender la naturaleza, ni tener intereses puros o ninguna fuerza material si no se ha construido culturalmente”[iv]. De este punto de vista surge el modelo democrático de las políticas culturales.

Un segundo aspecto de la definición se relaciona con la “satisfacción de necesidades sociales de la población en cualquiera de los sectores culturales”. Cabe resaltar un aspecto que será de suma relevancia cuando, a continuación, corresponda analizar nuestra propia contingencia nacional. Se trata simplemente que en la implementación de políticas culturales, el Estado no puede prejuzgar el contenido que tendrán las mismas. La cultura en sí misma no es un ideal, sino una realidad que se verifica día a día en todas partes y de infinitas maneras, de suerte que si al Estado le corresponde garantizar y potenciar la relación entre el individuo y su medio cultural, aquello es independiente de cuáles sean efectivamente las características de éste último. Como se verá, esto no tiene nada de trivial.

III

Qué sucede en Chile, entonces. Por lo pronto, lo siguiente: nuestras políticas culturales se fundamentan en una lógica mas bien asistencialista –un subsidio a la oferta, dirían los economistas- que resulta, a mi juicio, no tener el peso suficiente para contribuir al desarrollo cultural como elemento inexorable del desarrollo social y económico, a través de un sistema que, además, se focaliza prejuiciosamente en determinadas expresiones artísticas que no cubren necesariamente todos los “sectores culturales” a los que se refiere nuestra definición de la UNESCO. Pasemos a revisar estas afirmaciones.

Dijimos que la cultura está “allá afuera” y no en las convicciones internas de los funcionarios públicos, por lo que una política cultural seria no puede prejuzgar ex ante su contenido. En Chile, no obstante, esto es precisamente lo que sucede: institucionalmente se confunde el concepto de “cultura” con el de “arte”. Se ofrecen sin descanso expresiones artísticas a la población, sin que ello implique un necesario correlato con el desarrollo cultural. Algunas de las políticas culturales actuales asumen, sin el rigor debido, que la sola exposición del público a eventos o a convocatorias de alto nivel artístico produce por sí sola un incremento del desarrollo cultural en la generalidad de la población, así como en la propia identidad y construcción cultural del individuo. Sin embargo, ¿qué garantiza que lo que se está logrando sea algo más que algunos momentos de asombro o un buen rato en familia? ¿Qué diferencia hace para un ciudadano cualquiera ir a ver una obra de teatro, un concierto de música folklórica, o un circo itinerante, si es que no es capaz de construir un “diálogo” con esa obra? La lógica asistencialista de la política cultural ofrece una respuesta simple a estas interrogantes: los bienes culturales tienen demanda y su sola satisfacción produce bienestar. Una lógica democrática de la política cultural, en cambio, se preocupa de la interacción del público con las expresiones culturales a las que el Estado provee acceso. Si el acceso a la cultura es un derecho fundamental crucial para el desarrollo de la autonomía e identidad del individuo, entonces no basta ofrecer un "Bien Cultural" a un determinado público, sino que se debe además potenciar a dicho receptor para su interacción constructiva e identificación simbólica e incluso metafísica con dicho bien. Como Karl Marx ya sostuviera “el objeto de arte, y análogamente cualquier otro producto, crea un público sensible al arte y apto para gozar de la belleza [...] la producción no solamente produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto”[v]. Una política cultural racional, entonces, establecería políticas diferenciadas para el encuentro de una diversidad de ciudadanos, con a su vez una pluralidad de manifestaciones artísticas y culturales, ya que cada elemento contribuye de manera diferente al desarrollo integral del ciudadano. En suma, no basta con suplir la oferta.

IV

Como se ve, una política cultural de lógica democrática tampoco deja nada afuera. Aquello que se distancia del arte, entendido en su definición clásica, merece la misma preocupación del Estado, por ser parte integrante de la Cultural Tradicional de un país. El reencuentro con juegos infantiles tradicionales, la investigación de las manifestaciones que componen las fiestas propias de una comunidad determinada, o incluso el rescate de modismos y micro lenguajes son también parte de nuestra identidad a la que todos tenemos derecho a acceder. ¿Basta con “ofrecerlos” al “público”? La respuesta de nuestra institucionalidad cultural parece ser la afirmativa. De ahí que los agentes culturales no parecen estar contestes sobre qué, cómo y cuándo promocionar-y ante la duda, optan, de manera a mi juicio prejuiciosa, por lo exclusivamente artístico y lo recreacional- Pero si optamos por la negativa, nos daremos cuenta que el desafío de la política cultural recién comienza. El desarrollo económico y social no se entiende sin desarrollo cultural. Ni más ni menos.

No cabe sino concluir que Chile necesita urgentemente dar el salto cualitativo a una lógica democrática para la creación de políticas públicas culturales. Lo cual ostenta, sin embargo, una dificultad política adicional. A saber, cómo medir sus resultados de manera fehaciente. Dentro de la lógica asistencialista, esto es muy sencillo de lograr: medimos el número de personas que vio la obra, el número de talleres de cueca que se realizaron en el año, la demanda efectiva de conciertos populares, etc. De suerte que si asisten cien personas cuando se pensó en cien, entonces la iniciativa dio resultado: cuantificar es siempre más sencillo que cualificar. Pero en política cultural las cosas no son tan fáciles. Como se expresa en el documento preparado por la Dirección General de Cooperación y Comunicación Cultural del Ministerio de Cultura de España, a propósito de las reuniones de la Red Internacional de Políticas Culturales de 2005, “el resultado de la acción cultural es difícil de medir debido no sólo a las diferencias e insuficiencias de las estadísticas culturales, sino también a la ausencia de un enfoque que permita a los países evaluar la complejidad del carácter transversal de la cultura. La incapacidad de medir los resultados de la acción cultural, por su parte, es un problema importante para la definición de las políticas públicas”[vi].

Esta “medición” no puede sino construirse en base a criterios valorativos y políticos que serán los que alumbren todo el desarrollo e implementación de las políticas culturales. El salto a la lógica democrática sólo puede ser fruto de un debate ciudadano, siendo poco plausible pensar que semejante revolución pueda caer de lleno en las manos de las autoridades de turno. Los mismos que se han dedicado a fustigar a la ministra Urrutia por autoproclamarse la máxima conocedora de política cultural, paradójicamente le exigen lo que ni aún en esa calidad nadie sería capaz de logar.

Todo queda, una vez más, en manos de la ciudadanía.
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[i] En adelante CNCA
ii Entrevista publicada en “El Mercurio”, 17 de junio de 2007.
iii GARCÍA MARTÍNEZ, Ana Teresa, “Política bibliotecaria. Convergencia de la política cultural y la política de la información”, en Boletín de la Asociación Andaluza de Bibliotecarios, Nº 71, junio de 2003, pp. 25-37. Disponible en formato electrónico, a junio de 2007, en http://eprints.rclis.org/archive/00003157/01/71a1.pdf
iv Citado por MORENO, Gloria, “Cultura, comunicación y desarrollo: una relación difícil de definir”, documento publicado en línea, a junio de 2007, en http://www.plataforma.uchile.cl/fg/semestre1/_2003/comunic/modulo4/clase2/doc/Cultura,%20comunicaci%F3n%20y%20desarrollo...(2).pdf p. 2.
[v] MARX, Karl, “Contribución a la crítica de la economía política”, Ed. Estudio, Buenos Aires, 1970.
[vi] 3ª Sesión Octava Reunión Anual de Ministros Red Internacional de Políticas Culturales, Dakar, Senegal, disponible, a junio de 2007, en http://www.incp-ripc.org/meetings/2005/session3-culture_s.shtml

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